Una vez al mes, en la calle Cervantes de Madrid, se reúnen padres y madres provenientes de diferentes puntos del país. Gregorio, María, Andrés… buscan en el testimonio del otro, el aliento de sosiego que años atrás les arrebató la vida. A través de la palabra ilustran - los reunidos – cómo luchan cada día en la búsqueda de sentido a su golpeada biografía. Todos los presentes comparten el dolor por la pérdida de sus hijos. Cuenta Gregorio que aquel fatídico día – se refiere al día que falleció su Francisco – le llamaron al trabajo para decirle que su pequeño todavía no había llegado al colegio. A los pocos minutos, otra llamada, con un "número muy largo", le avisó de que su hijo estaba ingresado en estado grave con pronóstico reservado. Desde el día de su entierro – hace ahora cinco años – cada vez que me levanto y veo su cama vacía -dice este padre de ojos apagados- no puedo resistir el impulso de acercarme a la almohada y darle el beso de "buenos días". El mismo beso que durante diez años le di a mi retoño antes de irme al trabajo.
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